21 agosto 2009

La niña del vestido de flores

A veces, creemos que algunas de las cosas más sorprendentes de la vida son producto de la imaginación o son sueños. Yo podría decir que no. Porque lo que viví aquel día fue algo que no conseguiré borrar de mi mente jamás. Y sé que no se trataba de un simple sueño.
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El cielo estaba nublado la mañana que mi madre me trajo al hospital. Hacía tres días me había despertado en mitad de la noche, gritando de dolor, pero mi madre no sabía qué podía ser.

El médico le había dicho que era algo relacionado con n posible trastorno del sueño o algo así, por lo que tenía que pasar una noche en el hospital.

-Espera aquí, Javi.

Mi madre me dejó esperando en uno de los bancos, mientras ella iba a hablar con la recepcionista. La sala era blanca y luminosa, tal y como siempre había imaginado que sería un hospital. Era la primera vez en toda mi vida que visitaba un lugar así, y me encontraba muy nervioso.

Un par de ancianos estaban sentados al otro extremo de la sala y algunas enfermeras corrían de acá para allá. A veces, se paraban a hablar con los ancianos y estos les dedicaban un par de palabras cordiales, pero enseguida volvían a sumirse en un estado parecido al sueño.

Hasta que no volví a pensar en mi madre no me di cuenta que ella había desaparecido. Y yo no tenía la más mínima idea de cómo volver a casa.

De repente, el hospital se me antojó triste y silencioso. No se oía ni una mosca. Los ancianos estaban profundamente dormidos y la recepcionista también había desparecido. Me encontraba solo y perdido.

Comencé a llorar de desesperación, cubriendo mis ojos con los puños cerrados. Pero nadie parecía oírme.

De repente, mi llanto se detuvo de golpe al escuchar unos pasos que se acercaban. Levanté la vista.

Era una niña, una niña pequeña. De mi edad. Tenía los ojos grandes y redondos y llevaba puesto un vestido rosa de flores que estaba muy desgastado. En sus brazos descansaba un conejo blanco de peluche.

Me miraba fijamente, aunque su expresión no cambió ni un instante. No sonreía, pero tampoco estaba triste.

-¿También te has perdido?- le pregunté, secándome las lágrimas. Mi padre me había dicho que un hombre no debe llorar delante de una mujer.-¿No está tu madre contigo?

La niña no me contestó. Simplemente se acercó y se sentó a mi lado, sin mirarme. Sus ojos estaban posados en su conejo de peluche.

-¡Javi! ¡Javi!

Aparté la vista de la niña y la giré hacia donde provenía la voz. Mi madre estaba justo delante de mí, agitándome los hombros.

-¡Javi! ¿Me escuchas?- preguntaba con desesperación.

-Sí, mamá, claro.- le contesté, sorprendido por su reacción. Miré hacia los lados, y me di cuenta de que los ancianos estaban despiertos y de que las enfermeras seguían caminando de un lado a otro. Me extrañó.

-Vamos, Javi. La enfermera va a llevarte a tu habitación.- mi madre me dio la mano y yo la estreché.

-Perdona, es que me ha entretenido esa niña.- me disculpé mientras mi madre me llevaba por uno de los pasillos.

-¿Qué niña?- preguntó mi madre, mientras me miraba con sorpresa.- Allí sólo estaban las enfermeras y aquellos otros pacientes.

-¿Acaso no la viste, mamá?- pregunté, pero ella no me respondió. Habíamos llegado a una habitación en la que había una enfermera.

-¡Vaya, buenos días!- exclamó ella jovialmente. Mi madre sonrió.- Así que tú eres Javier, ¿no?

-Javi.- le corregí.

-De acuerdo, Javi.- la enfermera se rió.- Voy a llevarte a tu cuarto mientras tu mamá termina de hablar con el doctor, ¿de acuerdo?

La enfermera me tendió su mano y me llevó fuera de la sala, donde mi madre me despidió con la mano.

-Estas hecho todo un hombrecito.- me dijo ella mientras caminábamos por los pasillos.- ¿Cuántos años tienes?

-Voy a cumplir los nueve dentro de dos meses.- respondí, muy orgulloso.

-¡Vaya! Eso es ser muy mayor.- la enfermera se rió.- Entonces te voy a poner en el mismo cuarto que los niños mayores, ¿te parece bien?

Asentí, sonriendo. Me gustaba que la gente me tratara como alguien mayor.

-Aquí es.- dijo, mientras abría una puerta.

Esa habitación era más gris que la sala de espera, pero estaba mucho más iluminada. En ella había seis camas de sábanas amarillas, separadas por una cortina azul.

La misma niña que había visto en la sala de espera estaba sentada en una cama junto a la ventana.

-Lamento que tengas que quedarte solo, pero por ahora no hay ningún niño más.- me dijo la enfermera.- Acuéstate en la cama que quieras, enseguida vendrá el doctor.

-Pero si esa chica...- me giré para responderle, pero ya había cerrado la puerta.

La niña miraba por la ventana, aunque no parecía estar viendo nada en especial. Estaba tapada con la sábana amarilla hasta la cintura, y tenía el conejo de peluche en su regazo.

-Hola...- murmuré, dejando mi mochila encima de mi cama.- Esto, gracias por acompañarme antes.

La niña me miró con sus ojos redondos. No dijo nada.

-Me llamo Javi, ¿y tú?

El flequillo castaño le cayó sobre los ojos y alzó una mano para apartarlos. No dijo nada.

-¿Es que acaso eres muda o qué?- la niña negó levemente con la cabeza.- Entonces, ¿por qué no hablas?

La niña desvió sus ojos hacia la puerta. Me giré y en ese instante entró el doctor, seguido por mi madre.

-Eres Javi, ¿verdad?- me preguntó, mientras miraba los papeles de su carpeta.- Me han dicho que no duermes bien, ¿no?

-El otro día me desperté gritando.- contesté, mientras me sentaba en la cama que había al lado de la niña.

-Quítate la camiseta. ¿Te duele algo?

-No, no me duele nada. Sólo me desperté gritando.- el médico empezó a palparme el pecho y a preguntarme si me dolía donde me tocaba. Yo decía que no.

-Bueno...- murmuró cuando terminó de examinarme.- Vas a estar una noche aquí, durmiendo. Vamos a comprobar que no tienes nada, ¿vale? Para eso vamos a enchufarte a una máquina que nos lo va a decir.

Asentí mientras me sentaba en la cama. La misma enfermera de antes entró en la habitación y ayudó al médico a ponerme unos cables en el pecho y en la frente.

-Está frío...- murmuré, y el médico rió.

-Dentro de nada estará mejor.- contestó él.- Vas a estar aquí todo el día durmiendo. Vamos a dejarte despierto hasta la hora de comer, así que si quieres leer o algo, puedes hacerlo mientras no te levantes de la cama.

-Vale.

-Bueno, Javi, vendré a visitarte mañana.- dijo mi madre cuando se fueron el médico y la enfermera.- Ya sabes que tengo que trabajar.

-No te preocupes mamá, tengo compañía.- sonreí mientras señalaba a mi compañera, que volvía a mirar por la ventana.

Mi madre me miró sin comprender, y tras darme un beso, se marchó.

Cogí uno de los libros que había traído conmigo y lo abrí por la primera página.

-¿Te molesta que lea?- pregunté, pero la niña seguía mirando por la ventana y no dijo nada, así que empecé a leer.

La mañana pasó con tranquilidad mientras yo leía y ella miraba la ventana. Casi no notaba su presencia.

A las dos llegó una enfermera distinta con un carrito lleno de bandejas y puso una sobre mi regazo.

-Aprieta el interruptor que hay junto a tu almohada cuando quieras que venga a recogerlo.- me dijo antes de irse.

-¡Espera!- exclamé. La enfermera se giró. Señalé a la niña.- ¿No le das una a ella?

-Hijo...- respondió dulcemente la mujer.- En esa cama no hay nadie.

Miré sorprendido a la enfermera, que se marchó en silencio. Comí un poco de pan, lo justo para saciar el hambre.

-¿Quieres?- le pregunté a la niña, que se había girado para mirarme.- A ti no te ha dado ninguna bandeja.

Los grandes ojos de la niña se abrieron más de lo normal debido a la sorpresa. Se levantó lentamente de su cama, con el conejo en brazos, y se sentó en los pies de la mía.

-Come.- añadí, con una sonrisa.

La niña empezó a comer muy despacio, cortando el pan con los dedos. La observé masticar hasta que terminó con todo lo que había en la bandeja.

Se giró hacia mí y me sonrió. Entonces, me sentí desvanecer.
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Los rayos del sol que me daban en la cara me despertaron. La niña seguía sentada en los pies de mi cama, y miraba con una sonrisa a las palomas que se habían posado en el alféizar de la ventana.

-Ya es de día.- murmuré, bostezando. Ella me miró y sonrió.- ¿Te has quedado aquí toda la noche?

Ella sólo siguió sonriendo y me tendió el conejo de peluche. Titubeando, lo cogí. Entonces, el médico entró en la habitación y me dijo que ya podía irme a casa.

Me agarró de la mano y me sacó de la habitación, alejándome de la niña del vestido de flores.

-No sabes la alegría que me has dado cuando me han dicho que ya podías irte.- dijo mi madre, una vez que habíamos salido del hospital.- Por cierto, ¿de dónde has sacado ese conejo?

-Ah.- exclamé, mirando al peluche.- Me lo ha dado la niña con el vestido de flores que había en mi habitación.

-Javi...- suspiró mi madre.- No había ninguna niña en tu habitación. Estabas solo. Seguramente te afectaron los sedantes, cariño. Pero no pasa nada, ya estás bien.

-Pero...- me interrumpí en mitad de la frase. ¿Había soñado, tal vez, que existía una niña enferma a la que nadie hacía caso? ¿Sólo había sido un sueño?

Alcé la vista al cielo, en dirección a las ventanas del primer piso del hospital.

Desde una de ellas, una niña de mi edad con los ojos grandes y redondos, y que llevaba un desgastado vestido de flores, se despedía de mí con la mano.

H.BB.

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